D., José Felipe del Pan y Cotrina nació el 26 de mayo de 1821 en La Coruña. Estudió en la Escuela de Ingenieros Navales de El Ferrol. En 1855 viajó a Filipinas. Trabajó en la administración general de las Islas de 1855 hasta 1865 en diversos puestos. Concejal y alcalde de Manila. Colaboró con diversos periódicos de la capital, "Diario de Manila" (1860-77); Revista de Filipinas" (1875-77); y "La Oceanía Española" (1877-91). Escribió numerosas novelas de tipo costumbrista como por ejemplo: "Idilio entre sampaguitas"; "¡Hay que vivir! o Quien la enredó que la desenrede: estudio de costumbres filipinas; seguida de otra novelita "Las medias naranjas"; "Los pretendientes de Carmen o perfiles de novios: novela filipina original"; "Diez millones de peos o El tesoro de Marianas": novela histórica; seguida de "Reyerta increíble entre un santo prelado y el sobrino del alcalde Ronquillo". En colaboración con José de la Rosa publicó, "Diccionario de la administración, del comercio y de la vida práctica en Filipinas". Ayudó a editar estudios de folklore ilocano a Isabelo de los Reyes; bulaqueño a Mariano Ponce; pampango a Pedro Serrano Laktaw y tabateño a Pío Mondragón. Falleció en Intramuros el 23 de noviembre de 1891.
D., José Felipe del Pan y Cotrina"IDILIO ENTRE SAMPAGUITAS Ó ¿NI CANTO, NI AROMA, NI AMOR?"
Tras los terremotos en Manila de 1880, el narrador abandona la ciudad, como tantos otros ciudadanos y se instala en el campo, allí conoce a Félix, anciano peninsular que vive a la manera del país, y que había llegado a las Islas tras acabar sus estudios de Derecho en Valladolid. Trae cartas de recomendación y pronto encuentra un lugar en la sociedad manileña. Conoce a una familia de postín, peninsular él, Reducindo Cavahondo y mestiza de sangley ella, Tecla Barreadentro, que con su hija Olivia completa la familia. Otro personaje destacado es Plácida que ejerce las funciones de "mayordoma" en la casa. La joven Olivia se enamora de Félix hostigada por su madre. A partir de ahí se origina un tremendo lío que acaba en final feliz. Félix y Plácida se retiran a su casita de caña y nipa en el campo. Y felizmente y plácidamente transcurren sus días con poco dinero y mucho amor.
VII.- UN NOVIO A LA FUERZA.
No sin extrañeza reparó D., Félix que se iba operando un cambio en sus relaciones con Olivia.
Solía esta ruborizarse cuando él la miraba; parecía menos inquieta que antes; se sentaba al lado de él y escuchaba atenta la conversación que tenía con su madre.
El correspondía á esto con redobladas atenciones y el respeto con que acostumbraba á tratar á las jóvenes en sociedad; atribuyendo la transformación del carácter de Olivia á que en ella se iba revelando el instinto de la mujer.
Poco á poco, la niña, con mas confianza y aplomo, tomaba la iniciativa en la conversación, le hacía preguntas sobre distracciones, le enseñaba y consultaba trajes y alhajas, y no se presentaba á él, como antes, desaliñada, si no siempre compuesta. ¿Era espontáneo todo esto ú obedecía á consigna, podría haber de todo: se dan casos.
D., Félix, sin embargo, ó no entendía ó no quería entender estos avances, porque, ni aún con el más afectuoso trato de la niña, aventuró nunca ni la mayor galantería que sirviera á fundar la presunción de que estaba enamorado. Y en realidad no lo estaba; por más que sintiera placer en la presencia y conversación de aquella hermosa joven, que ponía en él tanta confianza.
Las cosas no marchaban al propósito de doña Tecla con la actividad que esta deseaba, atribuyéndolo á cortedad de genio de D., Félix ó á que la joven no era de su gusto.
Para despejar el campo, un día en que estaba á su lado D., Félix y Olivia acababa de pasar, con verdadera astucia mujeril, entabló con él este diálogo:
-¿Sabe V., que tengo un pesar grande cada vez que reparo bien en Olivia?
-¡Pesar por Olivia! ¿Por qué, señora?
Yo estaba antes loca por ella. ¡Me parecía tan bonita! Pero al desarrollarse se me ha ido volviendo fea...!
-Pero ¿está V., en su juicio? ¿Fea esa chica, que donde se presenta se lleva las miradas de todos? Cada vez me parece más hermosa.
-Eso lo dice V., por halagarme; Olivia no es como antes.
-Ya lo creo que no es como antes; pero ¡qué cambio! Su cuerpo es esbelto, parece el tallo de una flor; su busto es una pintura, porque una á uno y en conjunto, sus facciones son finas, perfectas, y expresiva la mirada; su espléndida cabellera de color castaño es adorno que la envidiaría una reina; es garbosa en el andar; en fin, yo no conozco en Manila ninguna pollita de más atractivos.
-Por más que V., diga D., Félix no me convence. Una prueba de que mi hija no es bonita, es que nadie la dice nada.
-Eso consiste en que frecuentan ustedes poco la sociedad, y además, Olivia tiene su orgullito muy bien puesto, y no es cosa de exponerse uno á recibir una lección, que viniendo de ella sería doblemente dura.
-No parece si no que habal V., por experiencia...! ¿Le ha contestado á V., Olivia alguna mala razón? Lo sentiría; porque yo lo estimo á V., de veras; pero me parece imposible, porque sé que le quiere á V., bien.
-Y no hace si no corresponderme, señora: amigo más verdadero que yo no lo tendrá en toda la vida.
Me ha dado V., un susto, don Félix yo creía que V., había hablado de amores á mi hija que ella le había insultado á V., ó dicho algo desagradable.
Ahora veo que es que no le gusta á V., la niña y por eso no lo hubo tal peligro.
-¿Cómo es eso que no me gusta? -repuso D., Félix con galantería y buen humor. -Lo mismo que V., me quedo á veces como un tonto contemplándola. Si no fuera porque ya soy viejo para ella, le diría á V., que me la diese ó me matase. Pero, la diferencia de edades es un abismo que nos separa, y no hago si no suspirar envidiando al pollo que ya tendrá ella metido en su corazón.
-Eso si que no, D., Félix -repuso doña Tecla muy acalorada- mi Olivia no ha oído hasta ahora chonguerías de pollos; se lo aseguro á V., Pero... y aunque sea mala pregunta ¿Qué edad tiene V.,?
-Veintinueve años, señora, días más ó menos.
-¿Y á eso llama V., ser viejo?
-Sí para una joven de diez y siete: no para una mujer de más edad.
-¿Le gustan á V., las viejas?
-No me agradan los extremos.
-¡Y yo que creía que no harían mala pareja V., y mi Olivia...!
-¡Caramba! señora, V., siempre sabe lo que dice, y es cosa de pensarlo. ¡Y á mi que no me había ocurrido eso! Debo consultarlo con Olivia, si V., no lo toma á mal.
-Por mi... ustedes cuidado. Yo hablo por hablar y nada más. La niña no está en la calle, gracias á Dios y á sus padres, y espero que no la faltará ocasión de colocarse á su gusto, lo cual yo no se lo he de impedir, como sea hombre formal el que ella elija.
Con este último arranque de aparente indiferencia y algo de vanidad, creyó doña Tecla (cuyo juego principió el cándido don Félix a sospechar, halagando esto su amor propio) que borraba alguna ligereza de sus anteriores preguntas, y por aquella noche no hablaron más del asunto.
Y en los días siguientes, la chica parecía cada vez más amable con él, pero con una naturalidad y sencillez que no se podía suponer si no que iba tomando posesión de la voluntad y sentimientos don Félix, cuyos sentidos, más que su alma, gozaban en la contemplación de aquella joven tan hermosa, sintiéndose obligado, también gratitud, á retornar el afecto con que le distinguía; y de esta manera, poco á poco, se fue encontrando envuelto en la red que, para personas bien nacidas y consecuentes, representan ciertas condiciones del trato social.
Se hizo más apretada esa red un día en que doña Tecla le suplicó que, no pudiendo acompañar ella, por no agradarla el traje de sociedad, á la niña á un baile que daba el Ajuntamiento, y al cual iba su marido como concejal, bailase con ella y la recordase que no debía bailar con otras personas; siendo la razón de ello que nada ganan las jóvenes con ciertos conocimientos improvisados.
También, por debilidad de carácter, y porque no le disgustaba el encargo, don Félix aceptó , y ante el público llegó á confirmar las hablillas que corrían sobre su compromiso con Olivia.
Pocos días habían pasado, y una tarde en que D., Félix se encontró solo con Plácida en la casa de D., Reducindo, dijo ella.
-¿Y cuando es el casamiento, D., Félix?
-¿Cual, mujer?
-¿Cual ha de ser? el de usted.
-¡Esa si que es buena!... Todos los de casa y los de fuera. ¡Sería gracioso que no lo supiera el interesado! Venga V., a ver en este cuarto á seis costureras que llevan ya dos semanas cosiendo ropa blanca, y por más señas, poniendo en la más fina de Olivia unos bordados y puntillas á gusto de V., según ella ha dicho.
-¡Y es verdad que me preguntó hace cuatro días cuales me gustaban más, de un gran paquete que me enseñó, y yo se lo dije francamente!
-¿Lo ve usted?
-Pues, hija, en confianza, y solo para entre los dos: voy muy deprisa al matrimonio sin haber caído en ello. ¡Bah! sea lo que Dios quiera!
Me casaré, pues ó no me casaré, y en tal día ó tal otro, según lo arregle doña Tecla, quien, por lo visto, `piensa aquí por cuatro personas, que hemos abdicado en ella completamente nuestra voluntad.
-Pero ¿Es que no quiere V., á Olivia?
-¿Cómo he de decir que no? Acostumbrado hace ya algunos años á sus caprichos de niña revoltosa, y después, de pollita indómita, y de un año á esta parte, de joven tan amable como guapa, me casaré con ella, si otro me lo manda, y lo haré con mucho gusto; de la misma manera que , sin sufrir por ello grandemente, por no estar apasionado, dejaría de casarme, y aún la vería casad con otro y lo aplaudiría, si este era un hombre capaz de hacerla feliz, porque la tengo á esa niña un cariño semejante al de un padre.
-Pero,...yo creía -repuso Plácida- que sin amor no deberían los jóvenes casarse; siendo una monstruosidad el que por interés ú otros móviles, sin lazo alguno del corazón, se unan dos personas para toda la vida.
-Hay mucho de verdad y mucho de exageración en lo que V., dice. Dejemos á un lado los casamientos por interés y hablemos de los otros. Lo que tengo yo aprendido, y esto me tranquiliza respecto á mi enlace que doña Tecla va preparando con una suavidad y habilidad que me encantan, es precisamente no estar enamorado de Olivia y quererla solo con un tranquilo y sincero sentimiento de amistad íntima que á ella me atrae. Nada más común que las historias de matrimonios desgraciados entre personas que hicieron verdaderas locuras de amor antes de casarse. No parece si no que poseemos una cantidad determinada de sentimiento amoroso, la cual echamos de menos cuando nos hace falta, si la derrochamos prematura e imprudentemente. Dos personas bien educada, unidas solo por recíproca simpatía física y moral, y que se estimen, esto es, que tengan el mejor concepto la una de la otra, se amarían después del matrimonio mucho más que las que, antes de él, se enamoraron extremosamente. Tal es la experiencia.
-Eso no lo sabía yo.
-Lo único que me hace cavilar, es que, en Olivia, casad, reaparezcan algunos resabios de niña voluntariosa y mimada, que de algunos meses a esta parte poner empeño en olvidar; ó bien, que le dé por vida de exhibición continua y devaneos, tan ajena á mi carácter y convicciones.
-Pues edúquela usted.
-Eso se dice fácilmente, amiga Plácida, pero ofrece sus dificultades. En los primeros meses, la mujer, á fuerza de mimo, toma gran ascendiente..., y no digamos nada si un día le anuncia ruborosa al marido ciertos síntomas. Después, ya es tarde. No digo que un hombre de mucha sangre fría y tesón no pueda amoldar al suyo el carácter de una mujer; pero son más frecuentes los casos de lo contrario; así como también sucede, y esto es más común todavía, que se defiendan uno y otra para sostener sus respectivas ideas, aficiones y costumbres, y entonces, se van preparando bonitamente un infierno en vida, aún siendo ambos cónyuges personas virtuosas. El exceso de confianza tiende al dominio. ¡Fatal, hija mía; fatal para marido y mujer! Esta se arma, cuando se llama víctima, de su astucia y de todas sus armas, que siempre triunfan del marido poco dúctil y violento. ¡Desgraciados los dos, muy desgraciados! La felicidad y la paz en el matrimonio, estriban en mutuas concesiones y en conciliar el trato más delicado y fino con la confianza. Yo soy débil; he nacido para querer, aunque sin extremos, y para sacrificarme por los objetos de mi cariño...!
-¡Qué feliz va á ser Olivia con usted -exclamó Plácida, quedando después como cavilosa y en silencio, que D., Félix no quiso interrumpir.
EL HABLA DE MANILA.-
El lunes siguiente, poco antes de las siete, emprendía yo mi regreso a Manila, seguro de encontar pronto una calesa en que continuar el largo trayecto de cuatro kilómetros ó dos millas; y así sucedió, pues apenas habría andado doscientos pasos, se detiene una á mi lado, diciéndome el cochero:
-Suba V., señor.
Subí, y seguía distraído mi caminata cuando veo que el calesero vuelve la cabeza y me dice:
-V., no conoce conmigo, señor?
Le miré y vi que era el mismo chicuelo que el día anterior me había enseñado mejor salida de la isla de los misterios.
-¿De quién es esta calesa? -le pregunté.
-De mi padre.
-¿Dónde la tienes y el caballo?
-Cerca de la casa donde V., vive, allí en un camarín.
-¿Cuánto ha costado este caballo?
-Diez pesos, señor.
-¡Barato!
-Es que estaba placo-placo, cuando lo compró mi padre. Ahora que queda gordo, buen caballo: ¿No es verdad señor?
-Claro que es verdad. ¿Y tu padre vive allí donde ayer estuve yo?
-Sí mismo señor.
-Tu padre es rico, puesto que tiene calesa.
-¡Pobre, señor! Pudo comprar primero el calesa por veinte pesos, y la compró bueno-bueno. Después compró caballo.
-Y si es pobre, ¿Quién le dio el dinero?
-Un poco tenía él y otro poco dio el amo.
-¿Quién es el amo?
-Aquel señor con quien hizo V., visita ayer.
-¿Rico ese?
*Páginas 33, 34 y 35.
Flor de sampaguita (Jasminum sambac)
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