Con esta obra gana D., Vicente Guzmán-Rivas el premio Zóbel en 1.959. Es D., Vicente trabajador incansable, además de escritor, poeta y periodista se licenció en Derecho, y trabajó como diplomático, traductor y profesor de español.
Don Carlos P., Rómulo en el capitulo de esta edición titulado SOBRE EL AUTOR Y SU LIBRO nos acerca a la figura del autor y su obra:
<De su primera estancia de tres años en España Guzmán-Rivas recoge en las páginas de este libro sus impresiones y observaciones de aquel país y su pueblo. Con el estilo sencillo y depurado que desde joven distinguía sus escritos, nos habla él, con amenidad e interés, afecto y encomio, de las cosas y casos de la vida diaria en Madrid. Son objeto particular de su admiración, según se vislumbra en toda la obra, la jovialidad, el buen humor, la cortesanía y la hidalguía que caracterizan al español, pero no en particular del español de las altas esferas sociales o de la oficialidad gubernamental con el que solía alternar por razón de su cargo, sino del español de la clase media y de las masas que son las que con mayor fidelidad reflejan el modo de ser, de sentir y de pensar de un pueblo. De otro lado, la fuerza descriptiva y narrativa de la pluma del autor, muchas veces reminiscente de la de Blasco Ibáñez, se manifiesta una vez más cuando nos da a conocer costumbres y tradiciones españolas en las Navidades y la Cuaresma o nos pinta escenas, parajes, lugares, pueblos y ciudades que más le impresionaron o que fueron de su mayor agrado y predilección.>
Además de este primer capítulo el libro se compone de otros veintitrés y una posdata escrita en 1.963 donde refleja sus impresiones el autor en su vuelta a España.
PONFERRADA
Si algún día a Dios pluguiera devolverme a España para allí pasar los años que a mi vida restasen, enderezaría mis pasos, sin titubeos ni segundos pensamientos, a un rinconcito allá en las alturas de la provincia de León, una villa bella y risueña cuya imagen la tengo grabada en la mente y cuyo recuerdo lo conservo vivo en el corazón. Reclinada en las faldas de una colina y rodeada de viñedos, unos enmurados y otros en setos, levantase tranquila y serena entre huertas y praderas en medio de un silencio que de vez se vez se rompe, no por el ajetreo y los ruidos del diario vivir, sino únicamente por el revoloteo de las golondrinas en las ramas de los árboles frutales, del dulce trinar de los jilgueros y el aleteo de los inquietos gorriones.
Divídese el pueblo en dos partes: la parte alta, la original porción de la villa a cuyos pies corre el rio Sil, y desde las riberas de éste, la parte baja, extensión de aquella por razón de su creciente población. Sobre el Sil se eleva un puente de barras de hierro que dio a la villa su nombre de Ponferrada.
Es la parte alta donde tomaron raigambre familias, intereses, usos, costumbres y afectos, todos ellos descendientes y antecedentes de aquellos primeros villanos, nobles e hidalgos que en antiguas escrituras que datan de los albores del siglo XIV se mencionan como fundadores de la villa y de quienes el inmortal poeta, escritor y cronista leonés Enrique Gil y Carrasco nos habla tan afectuosamente y para su honra y dignificación en su libo "El Señor de Bembibre". Es allí donde el tiempo parece haberse detenido, completamente ajeno a los asechos del adelanto y el progreso, cual si quisiera conservar fresca e incólume la historia de su glorioso pasado. Es éste un pasado en cuyos anales se entretejen las lustrosas hebras de las Cruzadas en Europa -la guerra sin cuartel entre sarracenos y cristianos y las intrigas y mutuas conspiraciones entre la famosa y opulenta Orden de los Templarios, las monarquías y el Papado.
Mudos testigos al par que elocuentes recordatorios de los acontecimientos más destacados de aquella época son la vetusta iglesia del pueblo donde se venera la milagrosa imagen de Nuestra Señora del Pino que, según la leyenda, había sido rescatada, chamuscada y ennegrecida pero intacta, de las cenizas de un enorme pino en cuyas entrañas se la había escondido durante una invasión de la villa por los infieles; las ruinas de un castillo en un altozano, restos de lo que un tiempo fue impenetrable fortaleza del Temple, símbolo de su poderío sobre todo el Bierzo; la angosta y legendaria Calle del Reloj a la que da acceso una arcada bajo una viejísima torre en la que se destaca un enorme reloj que desde tiempo inmemorial y hasta nuestros días viene marcando las horas del día y de la noche; y en esa misma calle se mantiene imperturbada por los vaivenes de la historia en su derredor un convento de monjas tras cuyos paredones de cal y piedra, verjas de hierro y poderosos portales las piadosas reclusas viven en un mundo exclusivamente suyo.
El privilegio de haber conocido a Ponferrada se lo debo a dos hermanos leoneses, Luis y Artemio, naturales de la villa y educados en Madrid donde los conocí y donde se hicieron entrañables amigos míos. Luis comenzaba entonces a practicar como doctor en medicina y Artemio cursaba la carrera mercantil. A su pueblo natal me llevaron un día por un grato acontecimiento de familia y en esa ocasión tuve el placer de conocer, no solo a sus padres -bien acomodado matrimonio, respetabilísimo y de marcado señorío- sino también a sus hermanas: la gentil Luisina que entonces se casaba con un apuesto joven dentista del lugar, y la encantadora Alsira, prototipo de la moderna joven española, cuyo porte fino, delicado y muy femenino en nada delataba a la licenciada en leyes que en la realidad era. Fue Alsira la que una mañana de sol me acompañó en un paseo por los puntos históricos de la villa y con su charla amena, culta y muy inteligente, me puso al tanto de los acontecimientos del pasado ligados a cada uno de ellos.
Breve fue mi estancia en Ponferrada, pero repleta de dulces recuerdos. Jamás me olvidaré de mis anfitriones -de su amable compañía y del tratamiento principesco que me dispensaron en su ancestral morada- así como de sus amistades quienes, al saberme amigo de aquellos, lo fui de ellos al instante. Gente tan buena es la que invariablemente anima y puebla el cuadro de mis memorias de la bella y risueña villa. A ella tengo contraída una deuda de eterna gratitud.
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